Al ir al supermercado es fácilmente verse rodeados de bolsas de patatas fritas con sabores diferentes, galletas, refrescos, pizzas congeladas o nuggets de pollo que forman parte de nuestra cesta de la compra. Son los llamados alimentos ultraprocesados (UPF, por sus siglas en inglés), productos que han pasado por múltiples fases industriales y que a menudo contienen ingredientes que no se encuentran en la cocina de casa, como el jarabe de maíz o los aceites hidrogenados.
Un debate de hace tiempo. La voz de alarma la dio a principios de los 2000 el investigador brasileño Carlos Monteiro. Mientras intentaba descifrar el aumento de la obesidad y la diabetes tipo 2 en su país, descubrió algo paradójico: la gente compraba menos azúcar y sal que antes. La explicación estaba en el carrito del súper: habían sustituido los ingredientes básicos por productos precocinados y listos para consumir que venían cargados de estos mismos alimentos.
Una evidencia en crecimiento. Desde ese momento los científicos se comenzaron a poner las pilas para tratar de demostrar si existía un vínculo entre el consumo elevado de estos productos con problemas de salud, debido a que se habían ido incrementando a un ritmo vertiginoso. A partir de ahí, decenas de estudios asocian las dietas altas en ultraprocesados con mayores riesgo de obesidad, enfermedades cardiovasculares, diabetes tipo 2, cáncer e incluso depresión y ansiedad.
Un estudio a gran escala con más de 110.000 adultos en Estados Unidos encontró que aquellos con el mayor consumo de ultraprocesados tenían un 4% más probabilidades de morir por cualquier causa durante el periodo de seguimiento.
Variaciones entre países. No se consume la misma cantidad de ultraprocesados en todos los países de nuestra zona. Mientras que en Estados Unidos y Reino Unido casi el 60% de las calorías provienen de los ultraprocesados en España la cifra se sitúa en torno al 26-30%. Pese a estar en la parte baja de la tabla en comparación con los países anglosajones, estudios recientes, como el publicado por la revista The BMJ, alerta de que la evidencia más sólida asocia la exposición a ultraprocesados con problemas de salud cardiometabólica, trastornos metales y mortalidad en general.
¿Es el procesamiento el villano? A pesar de las contundentes correlaciones, no toda la comunidad científica está de acuerdo en demonizar a los ultraprocesados como categoría. El principal argumento de los escépticos es que el grupo es demasiado amplio y heterogéneo. De esta manera, se plantea la pregunta si es lógico meter en el mismo saco unos donuts, unas patatas fritas y un yogur de supermercado.
Algunos investigadores se preguntan si la asociación con la mala salud no se debe, simplemente, a que estos productos suelen ser ricos en grasas, azúcar y sal, y pobres en fibra y vitaminas. Sin embargo, varios estudios han intentado despejar esta incógnita.
Un ensayo clínico del University College de Londres comparó dos dietas, una basada en alimentos mínimamente procesados y otra con ultraprocesados, pero ambas con niveles idénticos de nutrientes clave como proteínas, grasas, fibra y azúcar. Sorprendentemente, los participantes perdieron el doble de peso con la dieta de alimentos mínimamente procesados. Esto sugiere que la composición nutricional no lo es todo.
Más allá de las calorías. Un rompedor ensayo dirigido por el fisiólogo Kevin Hall en los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos (NIH) encerró -literalmente-a 20 adultos en un centro de investigación y les dio libertad para comer todo lo que quisieran. Durante dos semanas siguieron una dieta ultraprocesada, y otras dos una dieta no procesada. Los resultados fueron reveladores: con la dieta de ultraprocesados los participantes consumieron de media 500 calorías más al día y ganaron casi un kilo.
Las investigaciones de Hall y otros apuntan a que la densidad energética y la textura de los alimentos son clave. Muchos ultraprocesados, al tener menos agua, concentran más calorías en menos gramos. Además, su textura a menudo es más blanda, lo que nos lleva a comer más rápido. Al comer más rápido, nuestro cerebro no tiene tiempo de registrar las señales de saciedad, lo que facilita el exceso de consumo calórico.
Ciarán Forde, investigador de la Universidad de Wageningen, demostró que la gente comía mucho menos cuando se les presentaban alimentos de textura dura (como patatas fritas tipo gofre) en comparación con alimentos de textura blanda (como el puré de patatas), independientemente de si eran ultraprocesados o no. «Lo que vimos fue que la velocidad de comer y las propiedades de textura de las comidas impulsan el consumo, no el grado de procesamiento», afirma Forde.
¿Qué hacemos entonces? Aunque el debate sobre la definición y los mecanismos exactos continúa, la tendencia general es clara: una dieta con un alto porcentaje de ultraprocesados se asocia consistentemente con peores resultados de salud.
La solución, sin embargo, no parece ser una prohibición total. El propio Kevin Hall, uno de los investigadores más críticos, admite que consume salsas y aliños de ensalada comprados en la tienda. Su consejo para amigos y colegas es pragmático: «Come más verduras sin almidón, legumbres, frutas, granos integrales y limita la ingesta de azúcares añadidos, sodio y grasas saturadas. Elige los ultraprocesados que te ayuden a que esto sea conveniente y asequible, y evita aquellos que lo dificulten».
Imágenes | Alan Alves
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La noticia
A la pregunta de si los alimentos ultraprocesados son tan malos como nos han contado, la ciencia todavía no tiene respuesta clara
fue publicada originalmente en
Xataka
por
José A. Lizana
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