Durante décadas, los drones ocuparon un lugar secundario en los conflictos armados. Existían, se utilizaban en operaciones muy concretas y casi siempre bajo un control centralizado, pero no definían el ritmo de una guerra. Eso cambió con Ucrania. Allí, los sistemas no tripulados pasaron a ser una herramienta cotidiana, barata y omnipresente, integrada en la forma de combatir. Esa experiencia ha reforzado la idea de que la guerra moderna será, inevitablemente, una guerra de drones. El problema es que esa conclusión solo funciona en determinados escenarios. Y el Ártico está empezando a demostrar, con bastante contundencia, que no todos los campos de batalla aceptan las mismas reglas tecnológicas.
El interés creciente por el Ártico no responde a una moda tecnológica, sino a un cambio profundo en el tablero geopolítico. El deshielo está abriendo rutas marítimas, facilitando el acceso a recursos y alterando barreras naturales que durante décadas dificultaron operar en esa región. En ese contexto, las fuerzas militares de la OTAN han intensificado ejercicios y despliegues en el Alto Norte, conscientes de que Rusia parte con una ventaja clara en la región.
Frío que lo cambia todo. Las temperaturas extremas del Ártico imponen reglas distintas a las de otros escenarios militares. Componentes diseñados para funcionar con normalidad fallan cuando el frío modifica sus propiedades físicas. El caucho pierde elasticidad, el aluminio y otros metales se vuelven más quebradizos y los lubricantes se espesan hasta comprometer el movimiento de piezas clave. Basta con que un sistema se congele una vez para dejar fuera de servicio una plataforma completa o inmovilizar un convoy. No es un problema puntual, sino una cadena de efectos que empieza en el termómetro y termina en la operatividad.
El cielo también estorba. A los problemas en tierra se suma otro factor menos visible, pero igual de decisivo. En latitudes extremas, las tormentas magnéticas y las auroras interfieren con las señales de radio y los sistemas de navegación por satélite. No se trata solo de perder precisión, sino de ver alterados los datos de posicionamiento y sincronización que sostienen comunicaciones, sensores y armas modernas. En un entorno donde la orientación visual ya es complicada por la nieve y la falta de referencias, cualquier distorsión adicional convierte la navegación en una tarea inestable y, en algunos casos, directamente impracticable.
Cuando además te están molestando la señal. A esa degradación natural se suma un problema añadido: el jamming y otras interferencias que no siempre van dirigidas al objetivo que termina sufriéndolas. En el Ártico, la propia geometría del planeta juega en contra, ya que desde latitudes altas hay menos satélites disponibles al quedar parte de ellos ocultos por la curvatura de la Tierra. Eso hace que cualquier interferencia tenga un impacto mayor. En el norte de Noruega, el regulador Nkom registró seis fallos de GPS en 2019 y 122 en 2022, y desde finales de 2024 ha dejado de contarlos por su frecuencia.

Estas limitaciones no son teóricas. En un ejercicio polar en Canadá, vehículos todoterreno árticos del Ejército de Estados Unidos se averiaron tras 30 minutos porque los fluidos hidráulicos se habían solidificado con el frío. En esas mismas condiciones, soldados suecos recibieron dispositivos de visión nocturna valorados en 20.000 dólares que fallaron al no soportar temperaturas de -40°C. La lección para los planificadores es incómoda. Operar en el Alto Norte exige asumir fallos súbitos y que la logística, más que la tecnología sobre el papel, termina marcando el ritmo real de cualquier despliegue.
Replantear tecnología y procedimientos. Ante este escenario, la respuesta no pasa solo por fabricar equipos más resistentes, sino por distinguir entre límites tecnológicos y límites operativos, una separación habitual en los análisis sobre el uso de UAS en entornos árticos. Algunos problemas pueden mitigarse con rediseños, desde materiales y fuentes de energía hasta alternativas de navegación más robustas. Otros exigen cambios en la forma de operar: planificar misiones asumiendo pérdidas de señal, reducir dependencias externas y entrenar para trabajar con información incompleta.
Todo esto explica por qué el Ártico no admite traslaciones simples desde otros escenarios de guerra recientes. En Ucrania, los drones pequeños y baratos, apoyados en enlaces digitales constantes, han mostrado su utilidad en un entorno con infraestructuras, densidad humana y muchas más referencias. En el Alto Norte, ese ecosistema no existe. Según el planteamiento recogido en las pruebas descritas, allí los drones tendrían que incorporar sistemas de deshielo, una propulsión más robusta para el viento y operar con otro tipo de combustible. Lejos de ser un laboratorio perfecto para la guerra digital, el Ártico está obligando a redescubrir límites físicos que no se negocian.
Imágenes | Xataka con Gemini 3 Pro | Marina de EEUU
–
La noticia
Creíamos que los drones dominarían cualquier guerra. El Ártico está demostrando justo lo contrario
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Javier Marquez
.




































