Hay aniversarios que nos obligan a detenernos y mirar hacia atrás con la nostalgia justa y el asombro renovado: Studio Ghibli cumple 40 años de sueños animados, de preguntas sin respuestas, héroes que no buscan serlo y criaturas que habitan entre el mito y lo cotidiano. Cuatro décadas en las que este estudio japonés, fundado por Hayao Miyazaki, Isao Takahata y Toshio Suzuki, ha hecho algo que muy pocos pueden presumir: cambiar la forma en que pensamos y percibimos la animación; y aún más importante, la forma en que sentimos el mundo.
Porque Ghibli no son solo películas. Es hablar de momentos que nos quebraron en silencio, personajes que se metieron en nosotros sin permiso e ideas que se nos quedaron flotando por años. A diferencia de la narrativa occidental que a menudo privilegia la acción sobre la contemplación y la moraleja sobre la duda, Ghibli eligió caminar por senderos más complejos. A veces poéticos, otras veces oscuros, pero siempre honestos.
Pixar tiene sus obras maestras y su tecnología de punta, DreamWorks tiene chispa y taquilla, Disney supo construir un imperio, pero Ghibli tiene alma. Y eso es irrenunciable para sus creadores. En un mundo saturado de estímulos, luces estrámboticas y fuegos artificiales, la animación de Ghibli se da el lujo de detenerse para mirar cómo crece una planta y escuchar el susurro del viento en los árboles, se da el tiempo de encontrar belleza en lo efímero y verdad en lo inexplicable. No hay recetas ni fórmulas repetidas hasta el cansancio, solo hay cine. Del bueno, del que trasciende y perdura.
Y si a eso le sumamos el hecho de que sus historias, aunque profundamente enraizadas en la cultura japonesa, resuenan con públicos de todo el mundo, tenemos algo que va más allá de lo cinematográfico: tenemos una forma de ver la vida. Una por una, las películas de Ghibli han tejido un tapiz emocional y simbólico que nos acompaña desde hace 40 años.
Y lo más asombroso de todo esto es que, incluso con ese peso titánico sobre los hombros, Studio Ghibli no ha perdido la capacidad de sorprender. A pesar de los retiros anunciados y desmentidos de Miyazaki, a pesar de la muerte de Takahata, a pesar de los desafíos de un mercado cada vez más voraz y deshumanizado, Ghibli ha seguido haciendo lo suyo: contar historias que duelen, sanan y que nos invitan a mirar de nuevo.
Por eso este ranking. No para imponer un gusto ni para decidir cuál es “la mejor” con una frialdad absurda, sino para celebrar. Para invitarles a regresar a esas películas y verlas con otros ojos, a descubrir lo que quizás antes no habíamos visto. Este es un conteo personal, sí. Pero también es una carta de amor, una forma de agradecerle a Ghibli por habernos enseñado que la magia no está en lo onírico, sino en la forma en que miramos lo que tenemos frente a nosotros.
Y también quisiera que fuera una excusa para seguir compartiendo esa mirada con otros, para charlar sobre Ghibli, para que ustedes también hagan sus propios rankings y me los cuenten, para que elijan a su favorita. Y es que si algo nos ha enseñado Ghibli es, justamantes, el enorme placer que hay en compartir todo aquello que tenemos en común.
25.- The Cat Returns (Neko no Ongaeshi) (2002)
El regreso del gato es una película encantadora, pero menor dentro del universo Ghibli. Con una premisa prometedora, una adolescente que salva a un gato y termina en un reino gobernado por felinos parlantes, la cinta ofrece humor, aventura y una estética agradable. Sin embargo, se siente superficial frente a las obras más complejas del estudio.
Dirigida por Hiroyuki Morita como una secuela espiritual de Whisper of the Heart, decepciona. Donde aquella era introspectiva y conmovedora, esta se queda en una fantasía sencilla, sin demasiadas capas. Los personajes, aunque carismáticos, carecen de la profundidad emocional habitual de Ghibli. No es una mala película: tiene ritmo, encanto y está por encima de buena parte de la animación comercial, pero le falta esa chispa de trascendencia que convierte a otras cintas del estudio en obras inolvidables.
24.- Cuentos de Terramar (Gedo Senki) (2006)
Cuentos de Terramar es, en muchos sentidos, un intento valiente que tropieza con su propia ambición. Adaptar a Ursula K. Le Guin no es tarea fácil, menos aún si se condensan cuatro libros en dos horas de metraje. Goro Miyazaki (hijo del legendario Hayao) se lanza a esta empresa titánica sin el filo narrativo ni la sensibilidad de su padre. El resultado es desigual: visualmente poderosa, pero emocionalmente distante.
Hay ideas potentes: el miedo a la muerte, la pérdida de equilibrio en la naturaleza, la culpa y la redención. Pero están esbozadas, no exploradas. Arren, el protagonista, debería conmovernos, pero se queda atrapado en un guion apresurado. La película está lejos de ser un desastre, pero en Ghibli las expectativas son más altas. Aquí no basta con animar paisajes hermosos: se espera alma, complejidad, magia auténtica.
23.- Ocean Waves (Umi ga Kikoeru) (1993)
Ocean Waves es, quizá, la película más modesta del catálogo de Studio Ghibli. Nacida como experimento televisivo y dirigida por un joven Tomomi Mochizuki, se aleja de la fantasía para sumergirse en el torbellino emocional de la juventud. Triángulo amoroso, celos, malentendidos y anhelos no dichos: todo cabe en esta crónica íntima de tres adolescentes que se descubren a sí mismos entre miradas furtivas y silencios cargados de sentido.
La historia de Taku, Yutaka y Rikako retrata con honestidad los vaivenes de una edad ambigua, donde la identidad todavía se está moldeando y el deseo puede ser tan confuso como irresistible. Hay en la película una sensibilidad fina para captar las tensiones entre provincia y capital, entre lo que se espera de uno y lo que uno verdaderamente quiere, pero hay momentos en que se siente contenida, casi tímida. Es un Ghibli menor, sí, pero también es una obra que, pese a sus limitaciones y sin alcanzar la maestria de Takahata con Only Yesterday, encuentra belleza en lo cotidiano.
22.- Earwig y la bruja (Aya to Majo) (2020)
Earwig y la bruja es, con toda justicia, la cinta más polémica del catálogo de Studio Ghibli. Goro Miyazaki se atreve a lo impensable: romper con la estética tradicional del estudio y adentrarse en la animación 3D. El resultado, sin embargo, no es una revolución, sino un experimento tibio que carece del alma que ha caracterizado a la casa que fundó su propio padre junto a Takahata y Suzuki.
La historia tiene un punto de partida interesante: Earwig, una niña astuta y manipuladora, es adoptada por una bruja desalmada. Lo que sigue es una versión reciclada de los cuentos de hadas oscuros, con una capa ligera de psicodelia setentera y relaciones afectivas ambiguas. Pero nada termina de cuajar. Earwig no es un fracaso absoluto, pero tampoco un hechizo bien lanzado. Es una película que, aunque valiente en su intento de renovar, demuestra que no basta con cambiar la forma: Ghibli siempre ha sido fondo.
21. When Marnie Was Here (Omoide no Mānī) (2014)
El recuerdo de Marnie es una película hermosa, melancólica y profundamente atmosférica. Hiromasa Yonebayashi dirige su segundo largometraje para Ghibli con una sensibilidad notable, pero sin lograr del todo despegar. La historia de Anna, una joven huérfana enviada a la costa de Hokkaido, se sumerge en la nostalgia, la pérdida y el misterio con una cadencia hipnótica, casi onírica. Allí, el fantasma de Marnie aparece como un espejo emocional, un eco del dolor que Anna todavía no sabe nombrar.
La película brilla cuando se permite vagar por la tristeza, cuando encuadra paisajes llenos de humedad, silencio y brisa marina. Pero se tropieza en su ritmo narrativo, en una trama que avanza a golpes y que a veces parece no confiar en su propia ambigüedad. El giro final es poderoso, sí, pero también demasiado explicativo para una historia que no pedía revelaciones.
20.- Whisper of the Heart (Mimi o Sumaseba) (1995)
Whisper of the Heart es, en muchos sentidos, la película más dolorosa de Studio Ghibli. No por lo que muestra, sino por lo que promete. Yoshifumi Kondo, el director que Hayao Miyazaki consideraba su heredero espiritual, murió poco después de su estreno, dejando esta ópera prima como única muestra de su delicada sensibilidad. La película no solo está teñida por la melancolía de su historia, sino también por la tragedia de lo que pudo haber sido.
Shizuku es una adolescente común, pero con un don: quiere escribir. Y en esa pulsión creativa, a veces ingenua, a veces feroz, se juega toda su identidad. La película no trata sobre dragones ni espíritus, sino sobre la lucha íntima por encontrar una voz propia. A través de un Tokio cotidiano y a la vez mágico, Susurros del corazón transforma las librerías, los trenes, las tiendas de antigüedades y las caminatas al atardecer en escenarios de una épica silenciosa.
Es también una crítica serena a la presión social que enfrentan los jóvenes en Japón. Frente a ella, Kondo propone el trabajo paciente, la exploración interior, el arte como consuelo.
19.- La Colina de las Amapolas (Kokuriko-zaka Kara) (2011)
Con La Colina de las Amapolas, Goro Miyazaki encuentra, al fin, una voz más segura, menos forzada. Atrás queda el titubeo torpe de Cuentos de Terramar. Esta vez, su padre lo acompaña desde el guion y la producción, como quien supervisa con afecto y exige con rigor. Y el resultado es una película cálida, melancólica y profundamente japonesa.
Situada en 1964, justo antes de los Juegos Olímpicos de Tokio, esta historia no es solo un romance adolescente que coquetea con un tabú incestuoso, sino una mirada a una generación que buscaba rehacerse tras los horrores de la guerra. Una juventud que, sin renegar del pasado, necesitaba derrumbar estructuras viejas para levantar algo nuevo. No es una obra maestra, pero es una película honesta, serena, y que confirma que el hijo del maestro no solo hereda el apellido, sino también un pulso cinematográfico que empezaba a encontrar su propio ritmo.
18. Kiki: Entregas a Domicilio (Majo no Takkyūbin) (1989)
Kiki’s Delivery Service es una de esas películas que, en apariencia, no quieren cambiar el mundo. Pero como todo lo que toca Miyazaki, su poder está en lo invisible: en los detalles, lo cotidiano y en la capacidad de transformar la vida ordinaria en algo profundamente poético.
Basada en la novela infantil de Eiko Kadono, esta cinta sigue a Kiki, una joven bruja que debe abandonar su hogar a los 13 años para encontrar su lugar en el mundo. Su único talento, volar en escoba, le sirve para abrir un modesto negocio de entregas en una ciudad costera que, al principio, la recibe con indiferencia. Lo demás es crecimiento: perder la magia para encontrarla de nuevo, aprender a estar sola y aceptar el fracaso sin perder la ternura. Miyazaki nos recuerda que aprender a vivir también es un acto heroico.
17.- Arrietty (Kari-gurashi no Arietti) (2010)
La primera película de Hiromasa Yonebayashi para Ghibli demuestra que el talento puede florecer incluso bajo el peso de una herencia tan inmensa. Arrietty adapta libremente la novela inglesa The Borrowers y la traslada, con suavidad y respeto, al Japón rural. El resultado es una cinta contenida, pero poderosa, que explora la fragilidad de la vida en sus dimensiones más diminutas.
Arrietty, parte de una familia de seres minúsculos que viven bajo el piso de una antigua casa, es la mirada tierna de quien sobrevive a escondidas en un mundo que no le pertenece. Su amistad con Sho, un niño humano con problemas del corazón, es uno de esos milagros narrativos que Ghibli sabe construir sin necesidad de sentimentalismo. La cinta propone una fábula sobre el encuentro con la otredad: cómo observar sin invadir, cómo querer sin poseer, cómo comprender sin destruir. Visualmente, es un festín de detalles minúsculos convertidos en maravilla.
16.- El Castillo en el Cielo (Tenkū no Shiro Rapyuta) (1986)
Primera película oficial del recién fundado Studio Ghibli, Castle in the Sky es la declaración de principios de Hayao Miyazaki. La historia de Sheeta y Pazu, una heredera en fuga y un minero soñador, se convierte en una travesía hacia el mítico castillo volador de Laputa. Un viaje que nos lleva por cielos industriales, ciudades hundidas en la pobreza y reliquias tecnológicas devoradas por la naturaleza. Hay aquí una mirada crítica y profundamente política al poder desmedido y a la nostalgia por un pasado glorioso.
Inspirada más por la literatura europea que por el Japón rural de otras cintas del estudio, El Castillo en el Cielo es una fantasía épica que pone en marcha el motor simbólico de Ghibli: mundos desbordantes, héroes vulnerables y preguntas sin respuesta fácil. Si Ghibli nació de un impulso por volar más alto, esta película fue su primer despegue. Y todavía resuena su eco en el cielo.
15.- Ponyo (Gake no Ue no Ponyo) (2008)
Ponyo es, quizás, la película más infantil, en el sentido más puro, de toda la obra de Hayao Miyazaki. En ella, el director vuelve a sumergirse en la mirada de los niños pequeños, no para simplificar el mundo, sino para observarlo con un asombro que los adultos ya hemos perdido. Sosuke y Ponyo no se preguntan por la lógica de la naturaleza o los límites del amor: simplemente aman, cuidan y transforman.
Inspirada en La Sirenita de Andersen y profundamente anclada en el shinto y el folklore japonés, Ponyo es una fábula sobre el deseo de estar con quien se quiere, cueste lo que cueste. Y es, también, una obra de arte en movimiento: sin animación digital, dibujada a mano en más de 170 mil paneles que devuelven al mar su carácter místico, caótico, originario.
14.- Porco Rosso (Kurenai no Buta) (1992)
Porco Rosso es la película más melancólica de Miyazaki. No porque sea triste, sino porque su personaje principal ha elegido la tristeza como forma de vida. Marco Pagot, el piloto maldito con rostro de cerdo, ha renunciado al mundo de los hombres porque siente que ya ha visto demasiado. En una Italia previa al fascismo, donde los piratas del aire se enfrentan por orgullo, Porco es la figura del desencantado: un héroe cansado que elige volar solo, lejos de todo.
Y sin embargo, es una película de acción. Llena de persecuciones aéreas, modelos de aviones detalladísimos y una energía juguetona que solo puede venir del amor genuino de Miyazaki por la aviación. Pero debajo de eso, hay otra cosa: la película de un hombre que se niega a ser héroe, en un mundo que quiere convertirlo en símbolo. Porco Rosso es divertida, sí. Pero también es una despedida anticipada: un canto de honor para los que no regresaron y, sobre todo, para quienes regresaron sin ganas de hablar.
13.- El Niño y la Garza (Kimitachi wa Dō Ikiru ka) (2023)
Hayao Miyazaki regresó del retiro con su película más íntima. El niño y la garza no es solo un despliegue técnico impecable, ni solo la cinta con la que ganó su segundo Oscar: es, ante todo, un intento de reconciliación. Con la muerte, el legado, su infancia, su hijo, y con el acto mismo de crear. Mahito, un niño roto por la pérdida, se lanza a un mundo imposible guiado por una garza que miente, pero que le ofrece una esperanza.
Esta no es la película más fácil de Miyazaki, es la más confrontativa: ¿cómo seguir después de una pérdida? ¿Cómo seguir creando, viviendo, soñando? La respuesta no es clara, porque no hay una. Lo que hay es una travesía: ambigua, fragmentada, cargada de símbolos y despedidas. Es un testamento cinematográfico que no busca agradar, sino liberarse. Miyazaki no se retira entre aplausos, sino con preguntas, y como en toda su obra, nos deja claro que la infancia es el lugar desde donde se puede volver a empezar.
12.- El Increíble Castillo Vagabundo (Hauru no Ugoku Shiro) (2004)
Pocas películas de Studio Ghibli han sido tan queridas como El Increíble Castillo Vagabundo, y sin embargo, pocas han sido tan incomprendidas. En apariencia, es una historia de amor envuelta en fantasía, una lucha entre la belleza y la vejez, entre el ego y la entrega. Pero debajo del castillo ambulante y su mecánica imposible, Miyazaki construye una fábula profundamente antibélica, donde la guerra, una vez más, no tiene héroes, solo víctimas.
La película adapta libremente Howl’s Moving Castle, novela homónima de Diana Wynne Jones, pero la tuerce para hablar más de lo que obsesiona a su director: la fragilidad de los cuerpos, la ruina del mundo por la codicia y la idea de que solo la ternura puede salvarnos. Sophie, envejecida por fuera, pero joven por dentro, es la antítesis del narcisismo de Howl. Y es en ese cruce entre lo superficial y lo esencial donde Miyazaki traza su camino.
11.- The Wind Rises (Kaze Tachinu) (2013)
Hayao Miyazaki se despidió del cine (temporalmente) con su obra más terrenal. The Wind Rises es la historia de un hombre que soñó con volar y terminó construyendo máquinas para matar. Es también, inevitablemente, la historia del propio Miyazaki: un creador obsesionado con la belleza técnica que, sin embargo, no puede dejar de ver el mundo desmoronarse a su alrededor.
Jiro Horikoshi es el protagonista ideal para este retrato del sacrificio artístico. En su mente habita la idea del cielo como metáfora de libertad, la forma por encima de la función. Pero el contexto lo aplasta y la guerra lo recluta sin pedir permiso, y su genialidad se convierte en engranaje del horror. Miyazaki no justifica a su protagonista, pero tampoco lo condena, solo lo observa con melancolía.
10.- Pom Poko (Heisei Tanuki Gassen Ponpoko) (1994)
En Pom Poko, Isao Takahata pone en escena una de las batallas más absurdas, festivas y dolorosas jamás narradas por Studio Ghibli. Con su mezcla de comedia fábula y crónica ecologista, la película enfrenta a los tanuki, criaturas míticas, traviesas y profundamente ligadas a la cultura japonesa, contra el implacable avance de la urbanización tokiota en los años 80.
No hay malicia en los tanuki: solo perplejidad y desesperación. Su arsenal no es más que travesuras, ilusiones y una ternura desarmante. Y, sin embargo, lo que Takahata nos muestra es la completa futilidad de su resistencia. Los humanos no son malvados, simplemente están ciegos: construyen, talan, destruyen sin siquiera notar que están extinguiendo a los dueños originales del bosque. Pom Poko es una tragicomedia brillante. Juega con la risa para luego arrojarnos al vacío. Nos enseña que incluso la magia puede ser inútil frente a la codicia revestida de modernidad. Una metáfora perfecta de cómo la naturaleza se rinde, no por voluntad, sino por obligación.
9.- The Story of Yanagawa’s Canals (Yanagawa horiwari monogatari) (1987)
En la historia de Studio Ghibli hay una paradoja fundacional: su nacimiento como potencia animada global depende de una película que casi los arruina. The Story of Yanagawa’s Canals no es una una ficción ni un éxito de taquilla. Es un documental de tres horas, dirigido con testarudez y ternura por Isao Takahata, que casi nadie vio, pero sin el cual Totoro y La Tumba de las Luciérnegas no existirían.
Encargado de hacer una animación, Takahata regresó con miles de horas de metraje, obsesionado por la utopía de un político local que quiso salvar los canales de Yanagawa no con tecnología, sino con memoria y comunidad. Frente a un Japón devorado por su milagro económico, Yanagawa es un susurro terco que insiste en el valor de la tradición, del agua limpia y de los lazos sociales. Takahata, hijo de un pintor socialista, no estaba interesado en dar lecciones, sino en mostrar que otro mundo, menos egoísta y veloz, era posible. Y si en el camino casi quiebra a Ghibli, también ayudó a darle alma, porque esta película olvidada es, en el fondo, el manifiesto ideológico de un estudio que siempre creyó que animar también era resistir.
8.- La Princesa Kaguya (Kaguya-hime no Monogatari) (2013)
Pocas despedidas en la historia del cine son tan hondas, tan delicadamente devastadoras como La Princesa Kaguya. Takahata, en el umbral de su muerte, regresa a una de las leyendas fundacionales de Japón con la urgencia de quien ya no tiene nada que probar. Su estilo, casi caligráfico, sin contornos ni artificios, se convierte en un susurro espiritual: una película que parece pintada con los últimos trazos de una vida entera de pensamiento, ternura y rebeldía.
En esta versión del relato milenario, el ascenso de una niña del campo a la vida de la nobleza se transforma en una denuncia lírica sobre la violencia del deseo humano: la ciudad corrompe, los hombres mendigan afecto, y la riqueza se vuelve una trampa para quien sólo quería volver a correr por los pastos. Takahata no sólo ilustra una fábula, la exorciza. Nos dice, sin amargura, que nacer es caer, que vivir es olvidar, y que el regreso al hogar, ese que jamás será nuestro, es lo único inevitable. Qué forma tan hermosa de decir adiós.
7.- Nausicaä del Valle del Viento (Kaze no Tani no Naushika) (1984)
Todo imperio tiene su mito fundacional. El de Ghibli comienza aquí, en los páramos envenenados de un mundo quebrado. Nausicaä es la película que obtuvo los recursos necesarios para la creación del estudio japonés, pero es algo más: es la semilla de un manifiesto. Aún sin llevar el sello oficial de Totoro, todo lo que Miyazaki sería está contenido en este primer grito: la fe en la naturaleza, la sospecha hacia la guerra, la fascinación por los cielos y el amor por los seres más marginados.
Inspirado por la flora mutante que brotaba en la bahía contaminada de Minamata, Miyazaki concibió un mundo donde la muerte industrial no destruye, sino que transforma. Allí, entre esporas letales y criaturas colosales, una princesa guerrera, que jamás parece querer serlo, encarna una nueva forma de heroísmo.
6.- Mis Vecinos los Yamadas (Hōhokekyo Tonari no Yamada-kun) (1999)
Con Mis Vecinos los Yamadas, Isao Takahata convirtió en un prodigio animado las sencillas viñetas de un manga costumbrista. Esta es la primera cinta de Ghibli íntegramente realizada por computadora, pero no por ello pierde ni un atisbo del calor del trazo manual. Takahata logra algo insólito: preservar la ligereza y la espontaneidad de las tiras cómicas semanales al tiempo que construye un largometraje coherente y emotivo.
Cada escena es un microrrelato de la clase media japonesa: el padre despistado, la madre agobiada, los niños revoltosos y la abuela gruñona. Sin caer en la caricatura burda, Takahata exhibe una empatía infinita con sus personajes, revelando la belleza oculta en lo cotidiano. El humor nunca es crudo; más bien, se siente como un guiño cómplice que nos invita a reírnos de nosotros mismos. Un testimonio de que la magia de Studio Ghibli también reside en los gestos más pequeños.
5.- Mi Vecino Totoro (Tonari no Totoro) (1988)
Mi Vecino Totoro no necesita defensa: es el corazón palpitante de Studio Ghibli. No solo por ser su ícono más reconocible, sino porque en ella vive la esencia misma del espíritu Miyazaki: una confianza absoluta en la imaginación como refugio, como puente y como medicina. En tiempos donde lo infantil suele traducirse en griterío o moraleja, Totoro propone otra cosa: una niñez silenciosa, enraizada en lo cotidiano, abierta a lo inexplicable.
No hay villanos. No hay grandes peligros. Solo la naturaleza, un par de hermanas, una casa nueva y un espíritu que aparece cuando lo necesitas, aunque no lo pidas. Miyazaki filma con una delicadeza infinita: el sonido del viento entre los árboles, el roce de los pies descalzos en la tierra, la extrañeza ante lo invisible. Mei y Satsuki no huyen de sus miedos, los convierten en parte del mundo.
4.- La Princesa Mononoke (Mononoke-hime) (1997)
La Princesa Mononoke es la película más ferozmente ambigua de Miyazaki. No hay héroes ni villanos: hay causas justas enfrentadas. Ashitaka, maldito por su compasión, recorre un mundo desgarrado entre el progreso humano y la furia de los dioses naturales. Lady Eboshi no es una tirana: es una liberadora. San, la princesa loba, no es una salvadora: es una niña huérfana alimentada por la rabia.
Miyazaki no intenta resolver el conflicto, lo despliega. Y lo hace con una crudeza pocas veces vista en el cine de animación. La violencia no es estilizada, es real, sucia, dolorosa. El bosque es hermoso pero también cruel y el hierro es necesario, pero mata. Y entre esos extremos se mueve Ashitaka, buscando una armonía que parece imposible. Muchos quisieron leerla como fábula ambientalista y otros, como crítica al imperialismo. Pero Mononoke se resiste a la consigna: es, ante todo, una composición poética por la pérdida del equilibrio, por un mundo donde los dioses ya no caben y donde los humanos, al salvarse, destruyen.
3.- La Tumba de las Luciérnagas (Hotaru no Haka) (1988)
Takahata filma la culpa con la precisión de un bisturí: la del hermano, la del espectador, la de una nación entera. Y lo hace sin rencor, pero sin piedad. Porque esta no es solo una película sobre la Segunda Guerra Mundial, es una acusación atemporal contra nuestra capacidad de olvido.
La Tumba de las Luciérnegas es probablemente la película animada más desgarradora de todos los tiempos. No es una historia sobre la guerra, sino sobre sus restos. No sobre héroes, sino sobre niños. No sobre victorias o derrotas, sino sobre el hambre, la culpa y el silencio. Porque aquí no hay consuelo. La muerte llega pronto, sin gloria ni redención. Y lo insoportable no es que Seita y Setsuko mueran, sino que lo hagan lentamente, innecesariamente, absurdamente. La animación no suaviza nada; al contrario, intensifica cada mirada, cada herida, cada grano de arroz insuficiente. La belleza visual no alivia el horror, lo vuelve más real.
2.- Only Yesterday (Omoide Poro Poro) (1991)
Takahata construyó, en Only Yesterday, una obra maestra de nostalgia crítica. Una cinta que no se contenta con embellecer el pasado, sino que lo interroga. A través del regreso de Taeko al campo, Recuerdos del ayer indaga en esa herida generacional entre la tradición rural y la modernidad urbana. La protagonista, en sus treintas, se pregunta si realmente eligió su vida… o si simplemente fue arrastrada por las exigencias de un Japón rígido, patriarcal, productivista.
Takahata, como en su mejor cine, renuncia a lo extraordinario para darnos lo cotidiano. Pero lo hace con una sensibilidad fuera de serie: los tonos lavados del pasado infantil dialogan con la precisión hiperrealista del presente, en un juego visual que expone cómo la memoria edulcora pero no engaña. Todo está ahí: las injusticias escolares, el peso de ser niña, la melancolía de crecer sin saber para qué. Una cinta que no fantasea con escapar del mundo, sino con volver a él, desde otro lugar.
1.- El Viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi) (2001)
Hay películas que marcan un antes y un después por lo que significan para una industria, y también, porque son capaces de devolver profundidad al alma cultural de una nación. El viaje de Chihiro es eso: una obra maestra de Miyazaki que utiliza una pesadilla animada para reconciliar el presente con las raíces invisibles del Japón más espiritual.
Chihiro atraviesa un mundo encantado y cruza la frontera entre el olvido y la memoria, entre el consumo egoísta y la reverencia. En ese balneario de dioses olvidados (quizá contaminados, quizá ridiculizados) vemos desfilar a un Japón que ha perdido el vínculo con lo sagrado. Y sin embargo, en medio de la podredumbre y el caos, hay belleza y redención. Cada espíritu, rincón, gesto y dios olvidado es parte de un rompecabezas identitario. La bruja Yubaba, el sin rostro, el dios del río envenenado: todos reflejan nuestras crisis, contradicciones y sombras, mientras nos recuerdan que crecer no es olvidar la infancia, sino recordarla con los ojos abiertos, sin anestesia ni cinismos. Porque solo los que cruzan la pesadilla regresan realmente despiertos.
Así llegamos al final de este viaje que cumple 40 años. Se trata de un total de 25 películas que podrían tener el orden que tu prefieras. Esta es mi selección personal, pero al final de cuentas, estamos hablando del mejor estudio de animación del mundo (sin caer en una exageración), por lo que todas y cada una de sus historias manejan una calidad prolijica que solo Studio Ghibli puede garantizar. ¿Cuál de todas es tu favorita?
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La noticia
Esto no es un ranking, es una carta de amor a Studio Ghibli: 40 años, 25 películas y una forma de agradecerle a quien me enseñó a soñar y ver la vida de otra manera
fue publicada originalmente en
3DJuegos LATAM
por
Ayax Bellido
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