
La escena tecnológica estadounidense está experimentando un déjà vu que muchos economistas no querían volver a presenciar. En los últimos meses, los gigantes de la industria de la IA —OpenAI, Anthropic, Google DeepMind o Cohere— han impulsado una fiebre de inversión que recuerda a la de las puntocom de los noventa.
La diferencia es que ahora el combustible no son las conexiones de banda ancha, sino chips de inteligencia artificial, centros de datos y promesas de desarrollar una IA General (AGI) aún distante.
Pero, mientras el sector privado acelera su gasto, la pregunta que sobrevuela los mercados es inquietante: ¿qué pasará si una de estas empresas «demasiado grandes para caer» termina cayendo, como ya pasó durante otra crisis (la del 2008)? La respuesta llegó esta semana desde la Casa Blanca, y no es la que muchos esperaban.
La línea roja del gobierno Trump
David Sacks, empresario de capital riesgo y actual asesor principal de Donald Trump en materia de inteligencia artificial y criptomonedas, fue tajante: «No habrá rescate federal para las empresas de IA». En un mensaje publicado en la red X, Sacks remarcó que
«Estados Unidos tiene al menos cinco compañías de vanguardia en el desarrollo de modelos de IA. Si una falla, otras ocuparán su lugar».
Su declaración, respaldada luego en una comparecencia ante medios económicos, marca una línea roja clara: el Gobierno apoyará el despliegue de infraestructura y energía necesaria para la nueva economía basada en los algoritmos, pero no pondrá dinero público para salvar a ninguna empresa si la burbuja estalla.
En palabras del propio Sacks, la prioridad es «facilitar la construcción, no rescatar» («Build-out, not bailout»).
Detrás de esta afirmación hay una visión pragmática del mercado: si el ecosistema de la IA es tan revolucionario como promete, debería ser capaz de regenerarse sin intervención estatal. Y si no lo es, más vale que el golpe ocurra pronto y no cuando la exposición económica sea sistémica.
Pero, recientemente, el economista Jason Furman, de Harvard, advertía recientemente que el crecimiento del PIB estadounidense en 2025 depende casi por completo de la construcción de centros de datos. Sin ellos, el crecimiento sería prácticamente nulo.
En otras palabras: el boom de la IA ya sostiene artificialmente la economía, igual que el ladrillo lo hizo en 2007.
La polémica de Sarah Friar
Toda la polémica comenzó con unas declaraciones de Sarah Friar, directora financiera de OpenAI, durante el evento Tech Live del ‘Wall Street Journal’. En su intervención, Friar sugirió que la empresa estaba interesada en que «instituciones financieras y quizás el propio gobierno federal» ayudaran a garantizar los préstamos necesarios para financiar sus colosales inversiones en chips de IA y centros de datos.
El término que usó —backstop, traducible como ‘respaldo’ o ‘garantía’— bastó para desatar una tormenta. Muchos interpretaron que OpenAI pedía un salvavidas público ante un eventual colapso financiero. Al día siguiente, Friar tuvo que aclararlo en LinkedIn:
«OpenAI no busca el respaldo del gobierno para nuestros compromisos de infraestructura. Utilicé ese término, y eso sólo confundió lo que quería transmitir».
Según explicó, su intención era defender una cooperación estratégica público-privada que fortaleciera la capacidad industrial estadounidense, no un rescate financiero. Aun así, el tema ya se había puesto sobre la mesa de debate público.
En los foros financieros y tecnológicos se empezó a hablar de un paralelismo incómodo con la crisis de 2008, cuando el concepto «demasiado grande para caer» justificó el rescate multimillonario de bancos y aseguradoras. Que una empresa de IA —sector en pleno auge especulativo— empezara a hablar de supuestas garantías estatales levantó todas las alarmas.
OpenAI en la cuerda floja
El propio Sam Altman, CEO de OpenAI, intentó apagar el fuego al publicar una extensa declaración en X:
«Si nos equivocamos y no podemos solucionarlo, deberíamos fracasar. Otras compañías seguirán haciendo un buen trabajo y sirviendo a los clientes».
Altman explicó que su compañía tiene compromisos por valor de 1,4 billones de dólares en los próximos ocho años, centrados en la expansión de centros de datos y en acuerdos con fabricantes de chips. Al cierre de 2025, espera terminar con más de 20.000 millones en ingresos anuales, con la ambición de alcanzar “cientos de miles de millones” en 2030.
Pero detrás de ese optimismo hay una aritmética que inquieta a los analistas. OpenAI sigue quemando dinero a un ritmo vertiginoso: solo en el último trimestre perdió más de 11.500 millones de dólares, mientras competidores como Google, a través de Gemini, batían récords de ingresos. Su modelo de negocio depende de la esperanza de alcanzar la AGI —una promesa aún lejana— y de que los costes de computación no se disparen más rápido que sus ingresos.
Imagen | Marcos Merino mediante IA
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La noticia
La Casa Blanca no ‘rescatará’ a ninguna empresa de IA si la burbuja se la lleva por delante: «Ya ocupará otra su lugar»
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Marcos Merino
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